Señores:
Los que pisan el umbral de la vida se juntan hoy para dar una lección a los que se acercan a las puertas del sepulcro. La fiesta que presenciamos tiene mucho de patriotismo y algo de ironía: El niño quiere rescatar con el oro lo que el hombre no supo defender con el hierro.
Los viejos deben temblar ante los niños, porque la generación que se levanta es siempre acusadora y juez de la generación que desciende. De aquí, de estos grupos alegres y bulliciosos, saldrá el pensador austero y taciturno; de aquí, el poeta que fulmine las estrofas de acero retemplado; de aquí, el historiador que marque la frente del culpable con un sello de indeleble ignominia.
Niños, sed hombres, madrugad a la vida, porque ninguna tuvo deberes más sagrados que cumplir, errores más graves que remediar ni vernganzas más justas que satisfacer.
En la orgía de la época independiente, vuestros antepasados bebieron el vino generoso y dejaron las heces. Siendo superiores a vuestros padres, tendréis derecho para escribir el bochornoso pitafio de una generación que se va, manchada con la guerra civil de medio siglo, con la quiebra fraudulenta y con la mutilación del territorio nacional.
Si en estos momentos fuera oportuno recordar vergüenzas y renovar dolores, no acusaríamos a unos ni disculparíamos a otros. ¿Quién puede arrojar la primera piedra?
La mano brutal de Chile despedazó nuestra carne y machacó nuestros huesos; pero los verdaderos vencedores, las armas del enemigo, fueron nuestra ignorancia y nuestro espíritu de servidumbre.
II
Sin especialistas, o más bien dicho, con aficionados que presumían de omniscientes, vivimos de ensayo en ensayo: ensayos de aficionados en diplomacia, ensayos de aficionados en economía política, ensayos de aficionados en legislación y hasta ensayos de aficionados en tácticas y estrategias. El Perú fue cuerpo vivo, expuesto sobre el mármol de un anfiteatro, para sufrir las amputaciones de cirujanos que tenían ojos con cataratas seniles y manos con temblores de paralítico, Vimos al abogado dirigir la hacienda pública, el médico emprender obras de ingeniatura, al teólogo fantasear sobre política interior, al marino decretar en administración de justicia, al comerciante mandar cuerpos de ejército... ¡Cuánto no vimos en esa fermentación tumultuosa de todas las mediocridades, en esas vertiginosas apariciones y desapariciones de figuras sin consistencia de hombre, en ese continuo cambio de papeles, en esa Babel, en fin, donde la ignorancia vanidosa y vocinglera se sobrepuso siempre al saber humilde y silencioso!
Con las muchedumbres libres aunque indisciplinadas de la Revolución, Francia marchó a la victoria; con los ejércitos de indios disciplinados y sin libertad, el Perú irá siempre a la derrota. Si del indio hicimos un siervo, ¿Qué patria defenderá? Como el siervo de la Edad Media, solo combatirá por el señor feudal.
Y, aunque sea duro y hasta cruel repetirlo aquí, no imaginéis, señores, que el espíritu de servidumbre sea peculiar a solo el indio de la puna: tambíen los mestizos de la costa recordamos tener en nuestras venas sangre de los súbditos de Felipe II mezclada con sangre de los súbditos de Huayna Cápac. Nuestra columna vertebral tiene a inclinarse.
La nobleza española dejó su descendencia degenerada y despilfarradora: el vencedor de la Independencia legó su prole militares y oficinistas. A sembrar trigo y extraer el metal, la juventud de la generación pasada prefirió atrofiar el cerebro en las cuadras de los cuarteles y apergaminar la piel en las oficinas del estado. Los hombres aptos para las rudas labores del campo y de la mina buscaron el manjar caído del festín de los gobiernos, ejercieron una insaciable succión en los jugos del erario nacional y sobrepusieron el caudillo que daba el pan y los honores a la patria que exigía el otro y los sacrificios. Por eso, aunque siempre existieron en el Perú liberales y conservadores, nunca hubo un verdadero partido liberal ni un verdadero partido conservador, sino tres grandes divisiones: los gobernistas, los conspiradores y los indiferentes por egoísmo, imbecilidad o desengaño. Por eso, en el momento supremo de la lucha, no fuimos contra el enemigo un coloso de bronce, sino una agrupación de limaduras de plomo; no una patria unida y fuerte, sino una serie de individuos atraídos por el espíritu de bandería. Por eso, cuando el más oscuro soldado invasor no tenía en sus labios más nombre que Chile, nosotros, desde el primer general hasta el último recluta, repetíamos el nombre del caudillo, éramos siervos de la Edad Media que invocábamos al señor feudal.
Indios de punas y serranías, mestizos de la costa, todos fuimos ignorantes y siervos; y no vencimos ni podíamos vencer.
III
Si la ignorancia de los gobernantes y la servidumbre de los gobernados fueron nuestros vencedores, acudamos a la ciencia, ese redentor que nos enseña a suavizar la tiranía de la naturaleza, adoremos la Libertad, esa madre engendradora de hombres fuertes.
No hablo, señores, de la ciencia modificada que va reduciéndose a polvo en nuestras universidades retrógradas: hablo de la ciencia robustecida con la sangre del siglo, de la ciencia con ideas de radio gigantesco, de la ciencia que trasciende a juventud y sabe a miel de panales griegos, de la ciencia positiva que en un solo siglo de aplicaciones industriales produjo más bienes a la humanidad que milenios enteros de teología y metafísica.
Hablo señores de la libertad para todos, y principalmente para los más desvalidos, No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico y los Andes; la nación está formada por las muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la cordillera. Trescientos años ha que el indio rastrea en las capas inferiores de la civilización, siendo un híbrido con los vicios del bárbaro y sin las virtudes del europeo: enseñadle siquiera a leer y escribir, y veréis si en un cuarto de siglo se levanta o no a la dignidad de hombre. A vosotros, maestros de escuela, toca galvanizar una raza que se adormece bajo la tiranía embrutecedora del indio.
Cuando tengamos pueblo sin espíritu de servidumbre, y políticos a la altura del siglo, recuperaremos Arica y Tacna, y entonces y solo entonces marcharemos sobre Iquique y Tarapacá, daremos el golpe decisivo, primero y último.
Para ese gran día, que al fin llegará porque el porvenir nos debe una victoria, fiemos solo en la luz de nuestro cerebro y en la fuerza de nuestros brazos. Pasaron los tiempos en que únicamente el valor decidía de los combates: hoy la guerra es un problema, la ciencia resuelve la ecuación. Abandonemos el romanticismo internacional y la fe en los auxilios sobrehumanos: la tierra escarnece a los vencidos, y el cielo no tiene rayos para el verdugo. En esta obra de reconstitución y venganza no contemos con los hombres del pasado: los troncos añosos y carcomidos produjeron ya sus flores de aroma deletéreo y sus frutas de sabor amargo. ¡Qué vengan árboles nuevos a dar flores nuevas y frutas nuevas! ¡Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra!
IV
¿Por qué desesperar? No hemos venido aquí para derramar lágrimas sobre las ruinas de una segunda Jerusalén, sino a fortalecernos con la esperanza. Dejemos a Boadbill llorar como mujer, nosotros esperemos como hombres.
Nunca menos que ahora conviene el abatimiento del ánimo cobarde ni las quejas del pecho sin virilidad: hoy que Tacna rompe su silencio y nos envía el recuerdo del hermano cautivo al hermano libre, elevémonos unas cuantas pulgadas sobre el fango de las ambiciones personales, y a las palabras de amor y esperanza respondamos con palabras de aliento y fraternidad.
¿Por qué desalentarse? Nuestro clima, nuestro suelo ¿son acaso los últimos del universo? En la tierra no hay oro para adquirir las riquezas que debe producir una sola primavera del PErú. ¿Acaso nuestro cerebro tiene la forma rudimentaria de los cerebros hotentotes, o nuestra carne fue amasada con el barro de Sodoma? Nuestros pueblos de la sierra son hombres amodorrados, no estatuas petrificadas.
No carece nuestra raza de electricidad en los nervios ni de fósforo en el cerebro; nos falta, si, consistencia en el músculo y hierro en la sangre. Anémicos y nerviosos, no sabemos amar ni odiar con firmeza.
Versátiles en política, amamos hoy a un caudillo hasta sacrificar nuestros derechos en aras de la dictadura; y le odiamos mañana hasta derribarle y hundirle bajo un aluvión de lodo y sangre. Sin paciencia de aguradar el bien, exigimos improvisar lo que es obra de la incubación tardía, queremos que un hombre repare en un día las faltas de cuatro generaciones. La historia de los gobiernos del Perú cabe en tres palabras: imbecilidad en acción; pero la vida toda del pueblo se resume en otras tres: versatilidad en movimiento.
Si somos versátiles en amor, no lo somos menos en odio: el puñal está penetrando en nuestras entrañas y ya perdonamos al asesino. Alquien ha talado nuestros campos y quemado nuestras ciudades y mutilado nuestro territorio y asaltado nuestras riquezas y convertido el país entero en ruinas de un cementerio; pues bien, señores, ese alguien a quien jurábamos rencor eterno y venganza implacable, empieza a ser contado en el número de nutrso amigos, no es aborrecido por nosotros con todo el fuergo de la sangre, con toda la cólera del corazón.
Ya que hipocresía y mentira forman los polos de la diplomacia, dejemos a los gobiernos mentir hipócritamente jurándose amistad y olvido. Nosotros, hombres libres reunidos aquí para escuchar palabras de lealtad y franqueza, nosotros que no tenemos explicaciones ni respetamos susceptibilidades, nosotros levantemos la voz para enderezar el esqueleto de estas muchedumbres encorvadas, hagamos por oxigenar esta atmósfera viciada con la respiración de tantos organismos infectos, y lancemos una chispa que inflame en el corazón del pueblo el fuego para amar con firmeza todo lo que se debe amar, y para odiar con firmeza también todo lo que se debe odiar
¡Ojalá, señores, la lección dada hoy por los colegios libres de Lima halle ejemplo en los más humildes caseríos de la República! ¡Ojalá todas las frases repetidas en fiestas semejantes no sean melifluas alocuciones destinadas a morir entre las paredes de un teatro, sino rudos martillazos que retumben por todos los ámbitos del país! ¡Ojalá cada una de mis palabras se convierta en trueno que repercuta en el corazón de todos los peruanos y despierte los dos sentimientos capaces de regenerarnos y salvarnos: el amor a la patria y el odio a Chile! Coloquemos nuestra mano sobre el pecho, el corazón nos dirá si debemos aborrecerle...
Si el odio injusto pierde a los individuos, el odio justo salva siempre a las naciones. Por el odio a Prusia, hoy Francia es poderosa como nunca. Cuando París vencido se agita, Berlín vencedor se pone de pie.
Todos los días, a cada momento, edmiramos las proezas de los hombres que triunfaron en las llanuras de Maratón o se hicieron matar en los desfiladeros de las Termópilas; y bien, "la grandeza moral de los antiguos helenos consistía en el amor constante a sus amigos y en el odio inmutable a sus enemigos". No fomentemos, pues, en nosotros mismos los sentimientos anodinos del guardador de serrallos, sino las pasiones formidables del hombre nacido para engendrar a los futuros vengadores. No diga el mundo que el recuerdo de la injuria se borró de nuestra memoria antes que desapareciera de nuestras espaldas la roncha levantada por el látigo chileno.
Verdad, hoy nada podemos, somos impotentes; pero aticemos el rencor, revolvámonos en nuestro despecho como la fiera se revuelca en las espinas; y si no tenemos garras para desgarrar ni dientes para morder, ¡que siquiera los mal apagados rugidos de nuestra cólera viril vayan de cuando en cuando a turbar el sueño del orgulloso vencedor!